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Ayer no lo vi. Siempre suele estar sentado en una caja, con la cara pintada de blanco, el bigote postizo y una capa que envuelve sus hombros. Ahí, en plena calle Postas. Porque el espectro de Charlot está en Madrid.
Lo que más me atrae es su dignidad. No hay ningún cartel con la leyenda «Tengo hambre», «Una limosna» o «Un donativo para el artista». Nada de nada. Cero. Ni siquiera pretende llamar la atención de los viandantes de alguna forma. Solo permanece sentado, impasible, en pleno centro turístico de la ciudad. Observando cómo la gente camina de la Plaza Mayor al McDonald. O al contrario.
Mientras, pasan las modas, las estaciones y los años. Y todo va cambiando, menos su figura decadente y mustia. Decadente porque nadie lo mira ni se emociona con su imagen. Y mustia porque la bohemia de verdad ya no existe. Si acaso, solo quedan las luces de las tiendas de alrededor. A Valle-Inclán no le gustaría este Madrid.
Paradojas de la vida, se suele poner casi enfrente del Museo del Jamón, lo que hace la situación todavía más dramática. Puedo imaginármelo como en la famosa escena de «La quimera del oro», comiéndose su propia bota. Y, para su desgracia, el Big Jim de turno haciéndole comer la suela con las púas…
Justo más allá, en plena Plaza Mayor, se encuentra otro personaje callejero, «el Spiderman Gordo de la Plaza Mayor» (más de 2.000 fans en FaceBook). A diferencia de nuestro esperpéntico Chaplin, llama la atención de los niños y adultos, no sabemos si por su oronda figura o por el superhéroe al que representa. También es posible que los niños de ahora no sepan ni siquiera quién es Charlot, ni Fatty, ni Harold Lloyd… El cine mudo y el blanco y negro son una mala combinación en tiempos de princesas de barrio.
Si nos vamos hacia el otro lado, hacia la zona de Sol, nos podemos tropezar con el famoso hombre que camina contra el viento, que ahora es capaz de levitar, o el cowboy que silba y se mueve cuando le echas una moneda. A su manera, todos ellos son profesionales y hacen su trabajo para ganarse el sustento.
Pero nuestro Chaplin es diferente. Quizás fue un actor de teatro que no tuvo mucha suerte. O un famoso arquitecto que acabó en la ruina. O una persona normal, como tú y como yo, a quien no le salieron bien las cosas.
De vez en cuando se acerca un camarero de uno de los bares que tiene justo detrás y comentan algo. Por supuesto, nunca sonríe. Al menos, yo nunca lo he visto. A veces me pregunto por qué no camina al estilo del maestro del cine mudo, o gira el bastón sobre sí mismo, o mueve el bigote socarronamente. Quizás aún tiene sentido del ridículo. Que aprendan de él los políticos.
Pero, ¿qué tiene todo esto que ver con el marketing? Mucho. Y, más concretamente, con el branding, con la marca. A primera instancia, podríamos pensar que la marca «Chaplin» tiene todas las papeletas para llevarse de calle a la marca «Spiderman»: su apariencia es impecable, estéticamente mucho más cuidada que la de Spiderman, ataviado con un disfraz lleno de lamparones del que sobresale una barriga supina. Mas… no es así.
El éxito de este Spiderman es que se mueve, actúa, busca clientes. Su marca, a priori, está en desventaja, pero no se duerme en los laureles y se ha adaptado a los nuevos tiempos. Vendría a ser como la pyme que busca recursos y nichos de mercado frente a toda una multinacional que se ha quedado en el pasado, que cree que todo está hecho. Hasta los propios «clientes Spiderman» lo han movido en las redes sociales. Básicamente, es un problema de actitud: o te adaptas al nuevo marketing y a las redes sociales o te quedas descolgado.
Sin embargo, no oculto mi simpatía por este Chaplin inmóvil: le deseo mucha suerte como persona. Por encima de marcas y promociones.
Gracias. Me ha encantado.
Me alegra oírlo. Gracias por tu comentario, Irene. Un saludo.