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“Carlos, ¿cómo sabes cuándo una película es buena o mala?”, preguntaba un oyente en aquel extinto programa radiofónico para los amantes del cine, “Polvo de estrellas” que presentaba el controvertido Carlos Pumares. Cuando todos esperábamos una lección sobre encuadres, planos, fotografía o guiones –porque, las cosas como son, el tipo sabe de cine un rato-, Pumares sentenció: “Muy fácil: me siento y la veo. Me gusta: buena. No me gusta: mala”.

La respuesta puede parecer simple, de Perogrullo. De hecho, en aquel momento me defraudó enormemente. Pero, con el paso de los años, me he dado cuenta de que era la respuesta más acertada. La técnica o el presupuesto no te garantiza el éxito de una película. Ni la crítica. El éxito lo da el público.

 

Lo más importante de una historia –y una película no deja de ser una historia- es que llegue al personal, que le emocione. Los detalles técnicos o los efectos especiales pueden contribuir a ello, obviamente. Pero todo tiene que estar al servicio de una sola cosa: captar al espectador, atraparlo y meterlo en esa historia, hacerlo llorar, reír, sufrir… No importa si eso lo consigues en blanco y negro o en color, con un bello soliloquio o con una sucesión de planos de paisajes, con música de violines de fondo o mediante el silencio más absoluto… Si te llega, te llega. Y esa es la lección que nos enseña The Artist. No es una película muda en pleno siglo XXI, sino una historia cargada de metáforas intemporales. Y si, a eso, le añadimos auténticos momentos de poesía –como la maravillosa escena de «El Abrazo», que ilustra este post- se consigue un producto realmente mágico.

Porque, a nivel formal, The Artist es una película del pasado. Pero, ¡ojo!: solo a nivel formal. Sí, puede ser un homenaje a Douglas Fairbanks, a Greta Garbo, a Harold Lloyd o a Louise Brooks. Pero su historia es la de siempre: una historia de éxitos y fracasos, de buenos y malos, de amores y desamores, de transición entre épocas. El storytelling de toda la vida. Evidentemente, podríamos decir que todas las películas son storytelling. Cierto es, porque –la inmensa mayoría- sigue la clásica estructura de inicio-nudo-desenlace. La diferencia entre el éxito o el fracaso está en que sea recordada, en que sea capaz de calar en tu interior.

Llevemos estas consideraciones al ámbito del marketing: la forma de contar las cosas es la que personaliza tu empresa, tu producto o tu marca. Porque es “TU” historia y la de nadie más. Y te las tienes que arreglar para meter a tu público en esa historia, para que se sienta identificado como personaje principal. Eso es el storytelling. No. No es lo mismo vender forros polares para el frío que una aventura con tu chica en la montaña. O una operación láser de miopía que un dulce despertar contemplando el amanecer. La historia es lo que la gente recuerda de tu marca y la asocia a ella. Por eso, es necesario llenar de contenido el branding de tu empresa para diferenciarte.

Y muchas empresas siguen cayendo en el error de ser las únicas protagonistas de la historia. Yo, yo y yo. ¿Qué hay del cliente? Así es como funcionaba el marketing tradicional, despedazado cada vez más por esta bendita explosión del marketing de contenidos. Y el storytelling no es más que una herramienta fundamental de este Content Marketing, básicamente porque es la forma natural de contar las cosas, por encima de presentaciones Powerpoint o informes de datos que solo invitan a echarse una buena siesta.

¿Saben por qué el vídeo es el formato en alza y el que va a generar mayor número de conversiones? Sí, lo han adivinado: porque es el formato más adecuado para contar historias, para implicar a las personas, para lograr engagement con tu público.

Definitivamente, no hemos cambiado tanto. O, al menos, no tanto como pensábamos. Nos sigue gustando que nos cuenten historias donde podamos ser héroes o villanos. Y cuentos para dormirnos.

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