El marketing es canalla. Como la vida. Cuando parece que empiezas a controlarlo, a aprender sus técnicas, a aplicarlo y a ejecutarlo como mandan los buenos cánones… ¡zas!… en toda la boca… Todo cambia. Las reglas cambian. Los hábitos cambian. Tú mismo cambias. Algunos incluso hablan de quemar los viejos libros de marketing. “Las redes sociales son la mayor revolución que ha existido desde la Industrial”, comentan otros.

De acuerdo. El panorama ya no es el mismo. Ahora, el control ha pasado a manos del otro lado: el target, el público objetivo, el consumidor -o como demonios quieran llamarlo- se ha levantado porque ha encontrado su arma perfecta. Con Internet y las redes sociales, un simple individuo es capaz de, por sí solo, crear una crisis de reputación a toda una multinacional. Unos tweets por aquí, unos post por allá… ¡y listo de papeles! Corren como la pólvora y todo el mundo se entera. Y esto no es que sea bueno: es inmejorable.

Las empresas -todas, grandes y pequeñas, multinacionales o pymes-, se tienen que poner las pilas y entender que no hay vuelta atrás, que sus servicios y productos están sometidos a un control permanente por parte de los usuarios y que, con un paso en falso, el chiringuito se les puede venir abajo. La única solución es escuchar lo que ese público les dice, asumir las malas críticas e intentar reconducirlas.

Pero, aún así, sigue existiendo algo que nada puede cambiar: la gente se emociona. Con un buen contenido, con un buen diseño, con un buen packaging, con una buena acción de street marketing… Solo que, ahora, eso se busca, se postea, se retuitea, se enlaza… En ese sentido, todo sigue igual. O mejor. Y esto, por mucho que cambien los conceptos y las formas, nunca va a cambiar.

Sí, el marketing es canalla. Pero, si no fuera así, seguiríamos bajo la dictadura de las empresas como meros espectadores. Parafraseando a Coelho, “Todos nosotros hemos tenido un canalla en nuestras vidas. Menos mal”. El mío ha sido el marketing. Por eso, también soy canalla.